viernes, 25 de abril de 2008

Música para mis oídos


Las pasiones son la esencia de nuestro existir, son las que dan significado a nuestro accionar, las que nos dan esperanza y le asignan sentido nuestra rutina.

Y si de pasiones hablamos no puedo dejar de nombrar mi más profunda locura por la música. Ese fanatismo, que cargo desde la infancia es el que condimenta mis días y los hace únicos y especiales.

La música es una pasión que se transmite de padres a hijos, entre amigos, entre novios, entre hermanos.

Las canciones abren y cierran etapas y parecen musicalizar las historias de nuestras vidas. Cada tema nos remite a una época, a una relación, a un lugar.

Cuando escucho alguna canción revivo emociones fuertes. Es cómo si se repasara con cada acorde una fotografía de mis vivencias, como si estuviera viendo la película de de mi vida, con música de fondo.

Y así, cada vez que escucho alguna melodía, siento una sensibilidad extraña, una mezcla nostalgia y de melancolía futurista, un anhelo de congelar por un momento la historia.

Extrañar, compartir, sentir la piel de gallina, y ese sentimentalismo que algunas veces se materializa en lágrimas, pero en lágrimas dulces, de emoción.

Siento una intensa conexión con el músico, como si estuviera tocando para mí y me susurrara al oído su mejor canción.

Hay una banda mítica que me apasiona, que me eleva con su combinación de sonidos y sus melodías deslumbrantes. Sus discos integrales, perfectos de principio a fin, me sumergen en un océano de magia y libertad.

Con su rock sinfónico, me transmite energía y fuerza; cada canción pasa por varios estadios que me guía en un agudo frenesí. Es una música que traspasa las fronteras temporales, generacionales y físicas. Es música que se mantiene vigente, es innovadora, contagiosa, profunda, comprometida.

Me genera inspiración, y me llena los pulmones de vibraciones.

Es estimulante, agradable para el oído y para el alma. Es música para volar y soñar.

Me remite a mi historia, a momentos inolvidables. Pero también me conecta con épocas que no viví, con gente que no conocí, con experiencias que no tuve, con acontecimientos que no presencie. Es un catalizador de sensaciones y de sentimientos.

Siento cómo si la canción me hablara y me contara una historia oculta, cómo si tácitamente existiera una relación provisoria, íntima, con el ejecutor del instrumento.

Y siempre suena un punteo, que llega con la dulce lentitud de las gotas de lluvia sobre la piel seca, y con la potencia de un sol de mediodía. Y de repente el punteo se transforma en una melodía de fondo, en un trinar de un ave, aguda, con un intenso sabor a miel que envuelve los oídos y eleva el espíritu.

Y suenan campanas que se estrellan y capullos que florecen a la velocidad de la luz, mientras David Gilmour despedaza las cuerdas de su guitarra y Roger Waters eleva su voz hasta el infinito.

Entonces se trenzan cintas de colores, se alzan puentes y se abren ventanas. La música me transmite luz, destellos de distintos matices de rojos y azules que corren por el cuerpo. Y suena un saxofón profundo que se combina con tímidos sonidos de percusión, logrando una sinfonía completamente intensa y febril.

Y concluye el tema, dejándome una sensación de fresco éxtasis y de glorificación.

Y abro los ojos y vuelvo a la tierra. Con la extraña sensación de haber viajado en el tiempo y en el espacio. Como un tesoro escondido, eterno e inmortal, mi disco de Pink Floyd sigue ahí, mirándome serenamente y guiñándome el ojo en complicidad.