miércoles, 13 de octubre de 2010

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Apago la tele, miro por la ventana y pienso: ¿Cuántos más pensarán como yo?
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domingo, 4 de julio de 2010

Pertenecer



Ser parte...
...de esa generación de hijos que nos criamos en el sur, porque ellos creyeron en un futuro de mejillas rosadas por el viento y largas tardes jugando en el pasto.
...de los que armábamos casitas en los árboles y vendíamos nuestras artesanías a los vecinos.
¡Que padres hippies! No. Padres… padrazos, que abandonaron la urbe y se la jugaron.

Pertenecer...
...a ese grupo de adolescentes que no se bancaron lo establecido, que desafiaron las reglas.
...a esos jóvenes que siguen rebosantes de utopías

Porque estamos en movimiento. Aunque para el resto, es el mundo el que no se queda quieto.

viernes, 16 de abril de 2010

EL HOMBRE QUE SE PARECE A LA HISTORIA


La casa es pequeña, casi minúscula. La biblioteca se extiende por toda la pared de la única habitación que hace simultáneamente de dormitorio, de living y de cocina. Las repisas están colmadas de libros y videos de la Segunda Guerra Mundial. Una foto del Che Guevara y una de Neil Diamond adornan la cabecera del desvencijado catre.

En el patio Don Pinto le da de comer a “Charly”, un chimango que apreció con un ala lastimada y fue adoptado como mascota por el dueño de casa. Lo trata como un par, le habla, le da consejos; es su única compañía.

Francisco Pinto López vive en Bariloche desde los años setenta. Recluido en su humilde albergue pasa los días, solitario, melancólico y pensativo. Camina por las calles de tierra ofreciendo sus servicios; es carpintero, aunque cualquier changa le viene bien: cortar el pasto, podar algún árbol, hacer tareas de albañilería. Se da maña para todo.

Ahí va Don Pinto, saludando a la gente del barrio con su pegadiza tonada chilena. Ahí va, con la pala al hombro y las botas de goma, surcando los caminos australes de un país que le abrió las puertas y le cerró los sueños.

Ya pasaron 35 años desde que tuvo que dejar su país natal. El tiempo pasó lentamente, arrastrando recuerdos de su niñez en Chillehue -un humilde pueblo ubicado 120 kilómetros al sur de Santiago-, de su curiosidad adolescente por el anarquismo, de su militancia obrera durante el gobierno de Allende, de su destierro y exilio en Argentina.

Ahora se refugia en trabajos domiciliarios y aprovecha para contar sus historias a quienes le prestan el oído por un rato. Tiene un humor sarcástico y le gusta mucho hablar.

“Don Alejandro, le cambio las copias de los videos por cortarle el pasto”, le dice a un vecino que se dedica a la producción audiovisual. Siempre le pide que le grabe documentales sobre la Segunda Guerra Mundial, una de sus obsesiones. “Me interesa desde sexto grado, cuando estaba en el colegio industrial se me pegó el tema”, cuenta siempre que lo interrogan sobre su fanatismo. A otro conocido le permuta su trabajo por el mecanografiado de unos manuscritos que aparentan ser una autobiografía. Le lleva con frecuencia las hojas manchadas, con una letra casi ilegible, para que le pase en computadora los fragmentos de una historia de vida cargada de ilusiones rotas y sinsabores, pero contada desde una óptica satírica.

Hace algunos años lloró la muerte de su inseparable compañero Panzer. El perro que llevaba el nombre de un tanque de guerra alemán, era más que una mascota, más bien encarnaba una extensión de Don Pinto. Desde ese momento anda sólo y nostálgico. Lo evoca en cada conversación y lo recuerda como a un amigo. El ave que tiene ahora en el patio no ha podido reemplazar a su aliado canino, con quien compartió los momentos más duros de su vida.

Se traslada de sus trabajos eventuales a su casilla, en donde pasa los días entre el vaho de la ropa sucia y la humedad de las paredes, toma vino en exceso y tiene severas dificultades cardíacas.

Ateo y anarquista

“Tiene cinco minutos para irse o le espera el pelotón del fusilamiento”. La voz proviene de un oficial alto y robusto que está interviniendo la mina “El teniente”. Es 13 de septiembre de 1973, hace dos días el General Augusto Pinochet derrocó a Salvador Allende, dejando huecos los anhelos de un pueblo que celebraba las medidas de un gobierno que había profundizado la reforma agraria, que luchaba por los derechos de los trabajadores y se convertía de a poco en el símbolo nacional del socialismo moderado.

El oficial repite las palabras y señala con su dedo a uno de los obreros de la mina. Lo acusa de ser allendista, lo tilda de subversivo. Francisco Pinto sabe por qué lo busca, sabe que estalló el golpe. Piensa, repasa sus años de adolescencia, cuando se escapaba a la madrugada a pegar con engrudo carteles con la inscripción “Ahora le toca al pueblo”, recuerda que se autoproclamó desde joven ateo y anarquista, sabe que está comprometido, presume el peligro.

Aquí comienza la carrera hacia el exilio. Luego tendrá que escaparse, viajará a Argentina, conocerá gente, pasará hambre, sufrirá el desarraigo. Cruzará la frontera con libros “prohibidos”, llorará la desaparición de compañeros. Se desempeñará como carpintero en San Luís, conseguirá trabajo en una central eléctrica, construirá puentes, será explotado por sus patrones. Sufrirá los abusos de la dictadura argentina, le marcarán con una “equis” su documento y pensará que el golpe argentino fue aún peor que el chileno.

Pero todavía no sabe nada de esto. Está en su puesto de trabajo desde hace 4 horas y un militar lo obliga a retirarse. Pinto cree que debe dejar el país. Y emprende su huida.

El cruce de los Andes

Cruzó la cordillera gracias Alfredo, un amigo que le ofreció llevarlo en auto hasta Mendoza. Cuando pasaron el túnel del Cristo Redentor se encontraron con un cartel que decía: ‘Bienvenido a Mendoza, tierra del sol, de Los Andes eternos y del buen vino’.

“Nos bajamos del auto y Don Alfredo me dio un abrazo y me dijo: ‘bienvenido Pancho, esta es tu nueva patria, esta patria te va a acoger sin preguntarte nada, te va a dar el pan y el trabajo’. Pero bueno, las cosas no salieron tan bien.”, cuenta Don Pinto revolviendo los recuerdos de aquella odisea que hoy parece tan lejana.

El Golpe de Estado de 1976 lo encontró en Mendoza, provincia en la que vivió cuatro años, trabajando en una estación de servicio y en obras de construcción. “Extrañaba mucho mi tierra, el clima, las comidas, el vino, me costaba mucho adaptarme y encima estalló el golpe, ¡cómo abusaban de los pobres!, ahí sí que la sufrimos, imaginate ¡extranjeros y pobres!”, relata mientras alimenta a su mascota.

De Mendoza se fue a San Luís y de ahí a Córdoba, en donde se instaló a trabajar en la construcción de la central atómica “Atucha I”. “Nos tenían prohibido ir al lago que estaba cerca de la central nuclear, andaba siempre un milico con bayoneta controlando que ninguno anduviera por ahí. Una tarde con Maya, uno que era de San Rafael, nos fuimos sin que se dieran cuenta y justo pasaba un avión que tiraba unos bultos al lago. Eran cadáveres, nosotros los vimos”.

“En el sur hay trabajo”, le dijeron. Huyendo de los abusos y en busca de una mejor vida Don Pinto emprendió un camino sin destino definido, pero con rumbo meridional

Así llegó a Bahía Blanca, a través de un anuncio en un diario. Pedían un carpintero y estuvo allí unos meses. Siguió hasta Choele Choel y Piedra del Águila, en donde fue obrero de la central eléctrica Alicurá. “Mi deseo era conocer Ushuaia, así que me fui a Bariloche a juntar unos pesos para poder cumplir mi sueño. Era el año ’83, empecé haciendo portones, y aquí me quedé, en esta misma casa que me prestaron. Sobreviví con changas, haciendo bajo mesadas y placares. El país estaba malo, no había trabajo.”.

Don Pinto mira el cielo y dice que va a llover. Ya es hora de cenar, se va a cocinar un estofado y a dormir temprano porque madruga. “Mañana tengo que hacer una poda de árboles, trabajo por mi cuenta, así me gusta a mí: anárquicamente, sin que nadie me controle ni me joda. Ya me cansé de eso, siempre el que menos sabe trabajar es el jefe”, dice entre risas y se mete en la cabaña.

miércoles, 27 de enero de 2010

Ese lugar al que llaman “el sur”

Viento y contraviento, carreteras largas vacías de urbe, llenas de tranquilidad.
Tierra de baqueanos y pobladores, de pequeños pueblos aislados. De Inakayales y Saihueques, de alamedas que indican antiguas taperas.
Capones, manos curtidas, guanacos y choiques.
Armónica sinfonía de amarillos y verdes opacos. No hay contrastes. Sólo el cielo y la ruta se diferencian de los colores de la estepa.
Aire puro en forma de brisa.
Flamencos, ganado, arroyos y lomas marrones espían detrás de los alambrados terratenientes.
Propiedad privada: prohibido pasar. La tierra y la compraventa; las reservas, las disputas, la codicia.
Los desalojos y la violencia hacia lo ancestral. Porque no era un desierto, aunque aún se sostengan esos discursos.
El viento sigue soplando en la Patagonia, silba fuerte. Grita y pide libertad, pide dignidad.
El lejano sur ya no parece tan lejano; porque siempre hay un lugar más austral debajo de donde estamos. Entonces el sur es relativo y unitario. Y la tierra es como los billetes del Estanciero o del Juego de la vida.